HUELVA, 23 DE SEPTIEMBRE 2024.
Los trágicos acontecimientos que han tenido lugar en la barriada del Torrejón en Huelva han conseguido abrir una ventana de oportunidad para traer de nuevo a colación un debate que, por antiguo, parece normalizado. Y es la realidad que se vive en este tipo de zonas. No sólo en Huelva, sino en las ciudades de toda España. Zonas estigmatizadas por la pobreza, la inseguridad, la criminalidad y la droga. Donde, según qué y con quién, tienes que tener cuidado con los que dices y con lo que miras.
Allí, la situación endémica de abandono al que las administraciones tienen sometidos a los vecinos obliga a muchos a tener que entrar en el mundo de las actividades ilícitas para poder mantener la nevera llena. Entre el hambre y el delito, la elección es clara. A los gobiernos, sea cual sea su signo político, le interesa mantener estos barrios como si fuesen guetos, con el propósito de hacinar allí a los sectores de la población que les resultan indeseables y poco apropiados para la imagen de las ciudades que quieren proyectar. La terciarización de la Economía, enfocada hacia el Sector Servicios, ayuda en esto.
Todo a costa de sacrificar a los otros vecinos del Torrejón (la mayoría, de hecho; aunque mayoría silenciosa), que son gente honrada como las de cualquier otra zona de Huelva. Y que son los principales damnificados por tener que convivir con aquellos que hacen de las actividades ilegales su medio de vida. El abandono y la desidia se pone de manifiesto incluso en momentos tan duros como este, en el que ha fallecido un vecino y los responsables gubernamentales no atinan a desarrollar una política global de rehabilitación del barrio, más allá de las medidas policiales al efecto. Necesarias e imprescindibles por otra parte.
Ciertamente, El Torrejón, como otros barrios en situación similar, ofrece muchas caras adicionales. Mucho más allá del morbo generado por la violencia y la mala fama. Pero lo que es indudable es que la vida allí es dura, los vecinos lo saben. Como igualmente saben que, para las administraciones, son ciudadanos de segunda. Aunque los impuestos y las tasas se cobren a todos por igual. Una muestra, un escaparate, de que la pretendida defensa de los partidos políticos que se vanaglorian en representar los intereses de los obreros, de los débiles y de los marginados no es más que una farsa. Una mentira. Una patraña bien diseñada que, en ocasiones como esta, exhibe sus vulnerabilidades.
Fuera de las soluciones cosméticas, de frases buenistas y vacías, poco hay en realidad de verdadera intención de atajar los profundos problemas suceden allí. Es mucho más fácil contentarse con lanzar soflamas electorales cuando toca. Pero mucho menos bajar a la trinchera para llenarse de fango y enfrentarse con lo que hay. Cueste lo que cueste, y caiga quien caiga. La gente honrada que vive allí se merece poder vivir en paz y tener las mismas oportunidades que los demás. No se les puede culpar por el cinismo con que acogen toda promesa de mejora.
Ahora toca utilizar el impulso mediático para exigir a los poderes públicos una política de mano dura contra los delincuentes violentos y quienes generan inseguridad, a la vez que se despliegan una amplia gama de medidas de rehabilitación de espacios vecinales y viviendas. Todo es uno y lo mismo, no es algo que pueda abordarse de manera separada. Compartimentarlo sólo llevará al fracaso, como otras veces. Y vuelta a empezar. Lo que está por ver ahora es si existe una verdadera voluntad de cortar por lo sano y meterse en esa batalla. O si, por el contrario, quienes tienen el poder de cambiar las cosas seguirán instalados en la complacencia y dejarán pasar todo sin hacer nada. Hasta la próxima.
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